martes, 26 de marzo de 2019

Carta abierta a mis profesores



Estoy haciendo un curso y aunque llevo pocas horas los diferentes educadores me sensibilizan uno tras otro con una frase: enseñar, es ayudar a aprender.

Aprender se puede hacer de muchas formas y en este ambiente de pluralidad, de apertura, de creatividad, me siento con libertad para realizar esta tarea con un ejercicio de escritura.

Cesar Bona, mejor profesor de España, en sus vídeos, hace una pregunta a los chicos muy franca:
-“¿Y a ti, qué te gusta hacer?”
-“Pues a mí me encanta escribir.”

Voy a compartir mi experiencia vital de maestros y profesores que me han acompañado en el camino de la vida.

Según venía en el coche, trataba de evocar mi escuela de infantil, en Madrid, en mi barrio. El director, Don Luis, delgado y con su gran bigote nos regañaba. Tengo recuerdos de una única aula, grande, compartida por niños y niñas de distintas edades, sentados en pupitres, viéndonos el cogote unos a otros.

Por supuesto nada de asamblea ni rincones como me cuentan mis hijos. Por ejemplo, Rafael, el de 5, me dice que no puede cocinar de verdad y que todo es de mentirijillas. Estoy segura que a él le encantaría poder hacer huevos rellenos de bonito como hace en casa con bastante empeño.
Asistí a un colegio privado en primaria. No fue muy grato. Había una gran exigencia. Se esperaba del alumno un aprendizaje principalmente memorístico. El inglés, a pesar de ser un infante, me llevaba por el camino de la amargura. Yo no entendía y mis padres, en esa época, no me pudieron apoyar.

Eso sí, tengo viva una excursión con el colegio a un parque de atracciones y el tobogán gigante en el que me subí y que luego no me atrevía a bajar. Ahora me viene a la memoria indicaciones de mi profesor Santiago: “hay que llevarse a los chicos de excursión, a los museos, instituciones. Hay que salir y no quedarse almidonado en tu aula o en tu despacho porque de verdad esto se recuerda”.

Luego, por circunstancias familiares, me incorpore a ese mismo colegio en Valladolid, un colegio privado, convencional y, ya con 10 años, tuve trato con distintas maestras que paso a relatar.

Recuerdo con sobresalto a la madre Pilar, de ciencias naturales,, que absolutamente todos los días nos preguntaba a todas la materia de forma oral. Nombraba por el primer apellido y nos levantábamos de cinco en cinco a darle la lección y ponía una nota que luego decía en alto. Esto generaba exceso de recelo entre niños tan pequeños y una competitividad insana sin respetar la diversidad de alumnado que allí estábamos.

Recuerdo con horror a la madre Teresa, que nos daba matemáticas y que cuando entraba en el aula decía una frase lacónica: trabajo personal .Yo, que no he sido ducha en esta materia, durante el tiempo de clase me desesperaba. Luego tenía la suerte de llegar a mi casa y  mi queridísimo padre, con su infinita paciencia, me explicaba todo aquello que aquella mujer jamás me explicó.

La madre Ana, de inglés y francés, me hablaba de cine y con 12 años aprendí lo que era un plano picado. Era algo innovador y me encantaba.

Recuerdo con afecto a la madre Carmen, también de ciencias naturales, porque cuando exponía las cosas me las hacia vivir y porque procuraba ser dinámica y ágil en sus clases. Era capaz de mantener la atención del alumnado, incluso hice algún trabajo en grupo y fuimos a recoger hojas al Campo Grande para completar el estudio de la materia y hacer un herbolario.

Recuerdo a maestras , buenas personas, pero aburguesadas en su silla y agarradas a su libro de texto y con un tono neutro y aburrido ir relatando materias de historia y literatura, sin más interés que pasara su hora de clase.

Recuerdo al algún profesor, que puso algún castigo físico y que me impresionó bastante; mandó extender la mano a una alumna y le dio con la regla con finalidad ejemplificativa, como en la Edad Media donde para que el pueblo viera lo que se hacía al ladrón, se le colgaba en la plaza pública.

Llegar al Instituto fue respirar libertad, aire fresco. Allí sentía un gran nivel académico de los catedráticos que nos acompañaron.

Me da pena no acordarme de los apellidos pero podría nombrar a Don Jesús, de griego, genial, el mejor, porque sabía mucho, porque transmitía fuerza y estilo de vida.

Don Justino, que con infinita dulzura nos hizo muy amena la historia de la filosofía y conseguía que pensáramos en las ideas de Sócrates, Platón, Descartes….

En francés, María de Andrés, exigente, abierta, dinámica, generando debate entre los alumnos. Eso sí, siempre en su idioma.

También había profesores, ya viejitos, que era de todos conocido que se podía copiar con total impunidad y así de fácil se aprobaba la asignatura.

Otro profesor, que sabía mucho, muchísimo, de historia del arte pero que te inspiraba temor. Aprobar era complicado porque desconocías las reglas del juego y eso le desautorizaba totalmente como docente.

En la Universidad, otro salto grande, las aulas enormes, llenas de alumnos, hasta 200, eras un número y no importaba si ibas o no. Allí sí que funcionaba la red de compañeros, el trabajo en equipo principalmente para la obtención de apuntes e información.

En general, me atrevería a decir que los profesores jóvenes resultaban a menudo, inflexibles, inseguros. Recuerdo como expertos a los de edad avanzada, porque sabían mucho, te estimulaban la curiosidad. De estos nombraría a Don Ángel Torio, catedrático de Derecho Penal.

Otros, como los de Derecho Constitucional, también me encantaban porque mostraban el intríngulis del debate de las leyes. Destripar toda esa información, contextualizar las explicaciones en un marco histórico, económico, sociológico, permitía dar respuesta a para qué estudio, para qué me sirve,… aspecto vital para cualquier alumno.

Jueces, inspectores, procuradores en cortes, daban vida a la materia con ejemplos y  anécdotas de su experiencia diaria en su trabajo profesional.

Por distintas circunstancias decidí abandonar la Universidad en cuarto e incorporarme al mercado laboral.

Quiero mencionar a otro profesor, Jordi, mi marido, que me apoyó para  completar el grado en Derecho en  la Universidad on-line, la Universidad a Distancia de Madrid. Este sistema  hace compatible familia, trabajo y estudios, fundamental en estos tiempos para cualquier profesional que quiera actualizarse y que no pueda acudir a las aulas.

Los profesores, empáticos y ayudadores, a tu disposición 24 horas a través del aula virtual, con un sistema de evaluación continua y de prácticas muy apegado al mundo laboral. Esta última circunstancia la eché de menos en la Universidad de Valladolid, aunque bien es verdad que eran otros tiempos y aún no se había implantado Bolonia.

Agradezco a mis profesores que me ayudaran a aprender y que me fomentaran la curiosidad y el estudio como una actitud en mi vida pero sin olvidar a mis padres, piedra de toque en todo este camino.

Y continuamente sigo aprendiendo, y lo recomiendo a cualquiera, en cualquier materia que te guste porque te cultivas como persona, te relacionas, te mantienes activo, y por un espacio de tiempo intentas aplicar aquello que has aprendido aunque luego vuelvas a parte de tus viejos hábitos.